jueves, noviembre 16, 2006

Ya no puedo V

Obviamente, tras descargar un poco de desequilibrio mental en el post anterior, sigo lo que viene de aquí.


La comisaría estaba ubicada entre la Iglesia Medalla Milagrosa y una casa de artículos para el hogar que, desde la inauguración del hipermercado francés, entró en decadencia. El comisario Ibarra estaba en su escritorio, pensativo y prestaba poca atención a lo que podía estar ocurriendo en su Villa Tesei natal.
El día había sido tranquilo y solo restaba pasar las últimas cinco horas que lo pondrían nuevamente en su casa. La oficina estaba cubierta del humo de sus cigarrillos negros y un par de botellas de gaseosa decoraban el escritorio en donde de vez en cuando apoyaba los pies. En su mente seguía flotando la idea del retiro para dedicarse a otra cosa. Pero a los cuarenta años era difícil encontrar otro trabajo, y más si uno era retirado de la temida y nunca bien vista Policía Bonaerense.
Casi ni escuchó la radio avisando del accidente. Pero se sobresaltó cuando entró, sin golpear la puerta, a la oficina el cabo Martínez.
- Disculpe Comisario, hubo un choque enfrente de Carrefour. Parece que hay heridos.
- Puta madre, estos pendejos todos los domingos se matan con las corridas. Espéreme que voy con ustedes.
- No es necesario jefe, tenemos bastante personal.
- Le dije que voy con ustedes!!!
Si…. Señor.


Estaba claro que el comisario Ibarra no se ocupaba personalmente de estas pequeñeces y que su grito dejó al cabo mal parado pensando que mierda le pasaba a este comisario arrepentido. Sin averiguar por qué Ibarra lo quería acompañar, Martínez salió del despacho transpirando ira.
Ni él mismo sabía por que quería ir a un típico accidente de tránsito, pero quería ir y eso era suficiente motivo para descargar su poder sobre sus subordinados. Se puso la chaqueta del uniforme, se acomodó el pelo para colocarse la gorra y antes de salir se detuvo unos segundos a mirar la foto que decoraba uno de los estantes de su oficina. En ella se encontraban, muy sonrientes, sus dos hijas y su esposa. Miriam y Marisa, de 18 y 16 años relucían de una felicidad que ningún accidente de mierda podía empañar. Su esposa, esa mujer que lo supo acompañar en sus 21 abriles de matrimonio, empezaba a mostrar las primeras arrugas en su rostro, pero seguía tan hermosa como siempre. Abrió la puerta y partió hacia el lugar donde algo le haría cambiar la forma de pensar.

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