En el principio de los tiempos, yo era nada más que una etapa inevitable en la ardua marcha de la naturaleza. Pero los hombres, esos seres de dudosa lógica e inútil engreimiento, no pudieron aceptar que su final fuera como cualquier final, sin más misterio ni equívoco. Entonces, quizás por miedo o por soberbia, me supusieron. Me imaginaron diosa oscura y nefasta. Me vieron sin carnes, puro hueso, tal como su última esencia. Me distinguieron poderosa, dueña de la vida y del infierno –pobre vida, a ella nunca le donaron una imago-. Me proveyeron de guadañas y de una siniestra malignidad que convirtió el azar de sus últimos días en una elección singular y definida. Y entonces me invocaron, me pintaron, me dibujaron en odas. Todos sus cultos y credos intentaron explicarme, ¿explicarme a mí que no era nada?Mas tanta vehemencia hubo en sus inventivas que me crearon y aquí estoy, enhiesta e inasible, trazada en un cuerpo femenino –siempre el poder encerró el horror en lo ajeno, en lo incomprensible- asumiendo la potencia de mi reino, corrompiendo cada rincón de sus almas, infiltrándome en cada uno de sus sistemas, que los lleva a lo siniestro de lo mismo, a la muerte, a mí. Míos son estos tiempos de segregación y guerra.
La Muerte